Tu fresco rostro que en la última luna acariciaba
lo vendiste cual mercenaria por oro candoroso
y el prisma lumínico de tus líquidos ojos
cegaron mis parpados de sombras desolladas.
Desoí el peso al madrugar de tu retirada,
en puntillas de pié no había resonancia
y en el juego broncíneo de vetustas campanas,
el fatal silencio derrumbó negras palomas sobre mi torso.
Así me dejaste, huesos…